Poder Como Fetiche
Decía Max Weber que el poder consiste en la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad. Mientras que para Dussel la auténtica esencia del poder es la voluntad colectiva de vivir y de preservar la vida junto con sus condiciones necesarias; asegura que la dominación, sólo es la corrupción del poder y agrega que cuando el poder deja de usar los medios para propagar la sobrevivencia de su sociedad, se convierte en una dominación de unos sobre otros y les niega derechos vitales, convirtiéndose en las ruinas del poder, en poder corrompido o “fetichizado” en las manos de unos cuantos.
El poder político tiene como fundamento de manera exclusiva la comunidad política, aunque no siempre logre comprenderla, decimos nosotros el poder y la soberanía residen intransferiblemente en el pueblo. El poder, por tanto, no se fragua en una esfera, una zona, lugar o institución, sino en el seno del pueblo entero, en la colectividad; no es posible tomar o personalizar el poder desde su origen. Lo que puede tomarse son las instituciones políticas en las que se ha acumulado un cierto grado de poder al momento de otorgar la potestad (vía delegación o por representación) para cumplir con funciones específicas. Cuando estas instituciones dejan de cumplir las funciones para las cuales fueron diseñadas se corrompen y degradan hasta desaparecer. Debe existir el legítimo derecho de poder político colectivo de corregir, enmendar, derogar y destituir a quiénes han olvidado mandar obedeciendo, así lo prevé nuestra Constitución, al menos en la letra es así; otra cosa es el desempeño.
El poder reside y se genera en el pueblo, en la sociedad (encontrándose en ese momento en estado puro). Según Dussel es la Potentia o Potencia, fuente de todo poder, pero aun sin presencia palpable, real u objetiva. Este autor explica que en la Potentia se funda el poder político que luego se actualiza mediante la acción política y se delega a instituciones políticas, como una potestad del poder, que, si no cumpliera todo ese proceso, se quedaría solamente como potencia y no cumpliría su objetivo.
Mientras el mismo autor identifica a la Potesta o Potestad del poder, como la materialización mediante la acción política en una institución, es la forma de hacerlo tangible. En la vida real, el poder político se hace tangible a través de instituciones que respondan a necesidades colectivas, sobre todo a los fines de mantener un orden social. Lo anterior se logra mediante la creación y actualización de normas jurídicas, elaboradas por los representantes que fungen como garantes de la voluntad colectiva, y que hacen palpable el poder mediante los mecanismos de representación, siempre en busca de las condiciones que propaguen y mejoren la vida de la sociedad.
La Potentia insiste el autor, es el poder en sí, la Potestas es el poder fuera de sí, por ello, a decir de Dussel, el verdadero poder es aquel que logra equilibrar ambas etapas con un mismo sentido.
Así el poder político debe estar destinado a servirle a quién le da origen: el pueblo, un sujeto colectivo, no debe ser en ningún momento a algún sujeto particular, o el poder perderá la fuerza que le da sustento, perdiendo su potencia. Ese poder debe cumplir con su esfera material y formal: por un lado, cumplir con las necesidades de la sociedad para poder continuar con vida, y por el otro cumplir las exigencias del sistema de legitimidad.
La esfera material para las instituciones consiste en generar un marco de orden social apropiado a las exigencias colectivas, mientras que la esfera formal tiene que ver con la legitimidad de los mecanismos y procesos de representación al tiempo de legislar, cumplir con el ordenamiento jurídico consensuado (Constitución) y formular políticas públicas.
Cuando el poder se fetichiza, se corrompe y termina planteándose fines y metas que no concuerdan con las necesidades de la sociedad, convirtiéndose en autoridad que ostenta la fuerza, control social, violencia y el dominio para cumplir sus objetivos. Ése poder fetichizado pretende que la voluntad del gobernante sea absoluta, cuando esto ocurre deja de responder a la voluntad colectiva que representa, cuyo resultado es un poder fragmentado, dónde la Potestas pretende fundarse a sí misma (no tiene fundamentos en el pueblo, sino en la autoridad), y termina por afirmarse como sede y fundamento mismo del poder. Por su parte la Potentia no cuenta con una existencia objetiva o real, convirtiéndose entonces en una colectividad pasiva que solamente cumple órdenes de las clases dominantes. En este punto el sistema electoral también se corrompe, dado que se elige no a un mandatario (que debe mandar obedeciendo la Potentia de la comunidad y sus necesidades) sino a unos dominadores, ya no representantes, votándose entonces, por el “menos peor o el menos malo” o simplemente se anula el voto, o se acude a la abstención, ya que ningún candidato cumple con las expectativas populares.
Un gobernante, representante o autoridad política, al actuar como tal, debe hacerlo siempre bajo la luz pública, pues sus funciones derivan de una potestad que se le ha delegado bajo el cobijo de esa misma luz, su elección y designación han sido procesos públicos y funciona con presupuesto público, además sus funciones ejecutivas, legislativas, electorales, ciudadanas y judiciales, (según la división de poderes en nuestra Constitución) deben ser encaminadas a resguardar la colectividad, cuando lleva las atribuciones públicas al terreno privado, a través de leyes administrativas que responden a intereses particulares o de grupos de élite, la coherencia entre potencia y potestad se desvanece.
El buen político es el que al saber mandar obedeciendo, debe hacerse responsable de la potestad delegada, cumplir con su función exclusiva y rendir cuentas, en otras palabras, un buen mandatario debe cumplir con su labor en nombre del interés público, del bien común y de la dignidad humana del pueblo que pretende gobernar.
Si los poderes e instituciones, que no son otra cosa que el poder delegado por la sociedad, en el marco de una democracia participativa y protagónica, han dejado de cumplir sus funciones o las han tergiversado, en función de sus intereses particulares o los de una facción política, se habrán desviado y corrompido; en vez de responderle a la comunidad que representan, lo hacen en favor de una facción política, equivaliendo esto a la ilegitimidad de desempeño, de fines e incluso de origen, sobre todo si la corrupción viene dada por elecciones de dudosa procedencia.
Si éstas instituciones políticas (CNE, FGR, CGR, TSJ, AN y Ejecutivo) surgen para resolver necesidades colectivas pero resultan de una legitimidad dudosa, no podrán en el tiempo superar el hartazgo, el cansancio, el desgaste en que se encuentran envueltas, haciendo inviable el modelo, y sí a eso, le agregamos la corrupción desatada, el ejercicio de la fuerza, la coacción y el terror, pretendiendo transformarse y darse ellas mismas legitimidad y convertirse en auto referentes, pretendiendo justificar su poder por su propia existencia y olvidándose de resolver la necesidad social que les dio origen, volviéndose opresoras y poco funcionales, ocasionando insatisfacción en la sociedad o simplemente convirtiéndose en esperpentos ineficaces al alejarse de sus obligaciones y del porqué nacieron y a cuáles exigencias políticas en determinado tiempo deben cumplir, corren el riesgo de desaparecer o transformarse, pues resultan complemente corrompidas, no sólo por la desviación de sus fines, sino por la actuación alejada de la Constitución, perdiendo la legitimidad e incluso la legalidad y su razón de ser para la sociedad.
Las instituciones son instrumentos de la potestad: efímeros y subalternos de la voluntad popular, nunca deben pretender sustituir la soberanía indelegable del pueblo, o convertirse en usurpadores de la potencia, pues las instituciones van y vienen, según los cambios y las necesidades de los ciudadanos y de la comunidad política. Por ello, nuestro modelo constitucional, no sólo prevé pesos y contrapesos entre las instituciones, sino que avanza en un modelo democrático participativo y protagónico que aún carece de suficiente fuerza y consciencia para tomar las riendas del ejercicio del poder político, donde el poder (potestad) sería repartido y distribuido entre todos, generando un sistema más participativo y con menos posibilidad de corromperse. Para ello son de mucha ayuda las herramientas tecnológicas, los controles y verificaciones ciudadanas utilizadas de forma adecuada para el examen de las actividades de los representantes, de los ingresos públicos, de su ejecución, desempeño y posibles desviaciones.
La situación devenida de las últimas elecciones y del comportamiento en connubio de las instituciones, sobre todo a partir de la sentencia de la Sala Electoral del TSJ que pretende “sellar” la discusión sobre la divulgación de los resultados mesa a mesa, y el conteo voto a voto para permitir el escrutinio ciudadano que tanto hemos solicitado, inclusive permitir las respectivas impugnaciones según lo prevé la ley electoral vigente, nos lleva irremediablemente a la desinstitucionalización, a la corrupción política, a la injuria constitucional, atacando el núcleo pétreo que sostiene a la República.
La correcta labor y desempeño de las instituciones políticas en cualquier Estado, genera un nivel positivo de gobernabilidad, una situación que junto con otros factores, como la legitimidad y el resguardo de los derechos humanos, se identifica con el “buen gobierno”; que, a su vez, implica que hay una labor institucional ajustada al nivel de peticiones de la población, que debería reflejarse en un alto índice de confianza social en las instituciones políticas, lo que se traduce en instituciones capaces, competentes, idóneas y suficientes para crear lo que el pueblo precisa en cuanto a satisfacción de necesidades básicas y así garantizar a la población un nivel de vida con dignidad, junto con los derechos y libertades que los cimentan y perfeccionan. Dichas instituciones deben ser soberanas, independientes, autónomas, apartadas de la manipulación de las élites, siendo a la vez garantes de los derechos y libertades políticas, económicas, sociales, culturales y civiles, que, junto con la equidad política, transparencia y legalidad, nos pueden dar una idea cabal de la existencia de gobernabilidad.
Si junto con una real participación, no existen protagonismo, Justicia, legitimidad, transparencia, compromiso, responsabilidad, aprobación, consenso, equidad, sensibilidad, eficacia y eficiencia, no podemos decir que estamos ante un buen gobierno. Mucho menos, cuando las instituciones son débiles o inexistentes, pues el poder centralizado, hegemonizado y atrincherado así lo ha decidido, sirviendo a los intereses personales de las autoridades que sólo representan a una facción política, lo que las hace débiles, sometidas y desviadas de sus funciones originarias, que, en resumidas cuentas, es servir al interés público, colocando a la dignidad humana y el bien común como centro de su accionar, obteniendo con ello, legitimidad en sus acciones.
Cuando estas instituciones no funcionan, debido a que no son independientes y autónomas en su accionar y sólo responden a intereses particulares al ejercer conductas anti-políticas, actuando fuera del marco constitucional y contra los intereses superiores de la Nación y del pueblo, se incrementa la desconfianza tanto en las instituciones como en las autoridades que las representan, aumentando a su vez la crisis de legitimidad.
El uso indebido del poder, por lo general rayano en el abuso, es por sí mismo, una forma de retrasar, detener y sabotear el desarrollo y progreso social, tal como sucede en cualquier sistema en el que sus componentes no cumplen las funciones para las que fueron diseñadas. El peligro de esta mala praxis reside, en que la comunidad toda puede ser apaciguada, y a volverse conformista se retraiga, absteniéndose de ejercer la correspondiente presión social a los fines de reclamar, exigir, denunciar las desviaciones de las instituciones en el cumplimiento del mandato constitucional, debido al ejercicio del terror y del control militar policial en combinación con los llamados “combatientes híbridos”, no siendo estos últimos otra cosa sino grupos parapoliciales que, con autorización o sin ella, delinquen libremente.
Una colectividad pasiva, colindante con la sumisión, que solamente cumple órdenes de las clases dominantes, aceptará la corrupción de todo el sistema de gobierno, incluso el subsistema electoral (ejercicio indirecto de la soberanía indelegable del pueblo según nuestra constitución y asiento del poder constituyente originario), y al pasar de elegir “representantes” a elegir “dominadores”, terminará por asumir y normalizar la violación y conculcación de nuestros derechos. Estaríamos entonces ante una sustracción voluntaria de la legalidad y legitimidad para atrincherarnos y defender nuestra condición de ciudadanos pertenecientes a una sociedad fundamentada en una Carta Magna garantista, convirtiéndonos en servidumbre voluntaria de los desmanes y vaivenes de un poder corrompido al ser ejercido como fuerza bruta, signo evidente de un totalitarismo de nuevo tipo, mientras la CRBV quedaría desempeñando el triste papel de un parapeto vaciado de contenido porque la fuerza bruta (intelectual y el poder de las armas) nos impone vivir de rodillas y en silencio.